sábado, 1 de junio de 2024

Los 35 santos de mi vida - 3 - SAN BALTASAR

El primer contacto con una persona de color lo tuvo a los seis años. Después de muchas dudas y varias visitas a las jugueterías de la calle Real, había conseguido terminar de escribir la carta a los Reyes Magos. Sus padres lo llevaron a entregársela en mano a los propios Reyes, instalados en la puerta del Casino Ferrolano, bajo un baldaquino de terciopelo rojo con flecos dorados. Allí se habían formado tres colas de niños, una frente a cada uno de los reyes. Dos policías municipales, con salacot blanco y porra al cinto, se ocupaban de mantener el orden. Él estaba nervioso, temiendo que cualquier fallo por su parte le dejara sin juguetes. Dudaba, sobre todo, si la carta que iba en el sobre cerrado era la última versión o alguna de las anteriores; sus padres no le habían dejado abrirlo para cerciorarse por última vez.

Aunque la cola para entregar las cartas al rey negro era mucho más corta que las otras dos y él insistía en dársela a Baltasar, sus padres se empeñaron en colocarlo en la de Melchor, insistiendo en que el negro manchaba. Sus protestas fueron en aumento, pese a su habitual docilidad y buen carácter, y alcanzaron tal volumen que uno de los municipales se acercó a enterarse del motivo de sus protestas, para terminar asegurándole a sus padres que Baltasar no manchaba, que ese año habían conseguido un negro “de verdad”. Probablemente se trataba de uno de los siete u ocho africanos llegados aquel año a Ferrol para hacer el servicio militar, en teoría obligatorio para los jóvenes de las recién declaradas provincias españolas del Golfo de Guinea.

Cuando le tocó el turno y se acercó, carta en mano, Baltasar lo agarró por debajo de las axilas y lo sentó en sus rodillas. Al verse tan cerca del rey y darse cuenta de que tenía blancas las palmas de las manos, sus protestas volvieron a oírse por toda la calle. Aferrado con las dos manos a la carta, se negaba a soltarla. "¡Es falso!" —gritaba despavorido— "¡No es un negro de verdad!" Tuvo que intervenir de nuevo el guardia para arrancarle la carta de las manos y dársela al rey, todo ello entre advertencias de que si se portaba mal no recibiría regalos, solo carbón. Fue un momento bochornoso para sus padres: una rabieta en la puerta del Casino Ferrolano, ante la mirada seria de varios representantes de las mejores familias de la ciudad.

Él sigue pensando que ese fue el motivo por el que ni aquel año ni en los sucesivos recibió una bicicleta, el regalo que más ansiaba. Tuvo que esperar ocho hasta conseguir una de segunda mano, con la que pudo por fin aprender a montar.

Tardó mucho tiempo en enterarse de que Melchor, Gaspar y Baltasar eran santos; para él eran Reyes Magos, una categoría que consideraba muy superior. La tradición católica cuenta que se quedaron a vivir en Judea, que el apóstol Tomás los convirtió años después al cristianismo y que, finalmente, murieron martirizados. Otras fuentes dicen que no eran tres sino doce, que no provenían de Oriente, sino de Andalucía, que Baltasar no era negro o que no eran reyes, sino solamente “magos” o sacerdotes. No es fácil encontrar una explicación sobre el color de la piel de Baltasar o sobre cómo un negro (quizás etíope) había llegado a rey en algún país de Oriente Medio.

Pasó el tiempo y dejó de creer en casi todo, incluso en el origen mágico de los regalos que recibía cada enero. En sus últimos años de infancia ya le costaba aceptar el impresionante esfuerzo logístico que significaba para Melchor, Gaspar y Baltasar recoger y procesar muchos millones de cartas en todo el mundo católico, comprar y almacenar una cantidad de regalos que equivalía al contenido de unos mil superpetroleros o varios millones de camiones de gran tonelaje y distribuirlos en una sola noche. Por muy magos que fueran.

Con san Baltasar se volvió a encontrar en enero de 2013, durante el mismo viaje por Argentina en el que descubrió al Gauchito Gil. En la provincia de Corrientes, cerca de la triple frontera con Uruguay y Paraguay, entre la población de origen africano se encuentra muy extendido el culto a san Baltasar o santo Cambá, en su versión guaraní-tupí. Aunque hay diferentes opiniones sobre cómo llegó este culto a aquella provincia fronteriza, se acepta que sus primeros practicantes eran, en su inmensa mayoría, descendientes de antiguos esclavos africanos y que este culto no se encuadra en la Iglesia Católica sino en el Candombe, nombre que toma en Argentina el sincretismo entre catolicismo y las religiones practicadas por los negros antes de su secuestro y traslado forzoso a América.

Según el diario local "El Litoral", al día siguiente de su llegada a la capital de la provincia tendría lugar una procesión en honor del santo, acompañada de toque de tambores. Cuando llegó al barrio Tambá Cuá, se llevó una decepción. Aquello ya no era un suburbio marginal donde se alojaban los negros libertos; ahora era una zona residencial de clase media, a orillas del Paraná. En lugar de un rito popular, desarrollado por los descendientes de los esclavos que en su día habitaron en el barrio, se encontró una fiesta multitudinaria, con miles de visitantes llegados en autobuses de toda Argentina, entre los que era muy difícil encontrar a algún negro. Blancos eran los abanderados, las reinas, los músicos y la gran mayoría de los danzantes. Blanca era, incluso, la música que los acompañaba.

Pero no terminó ahí su relación con san Baltasar. Los últimos años antes de jubilarse estaba preocupado por cómo ocuparía su tiempo cuando dejara el astillero. En su habitual línea planificadora, llegó a elaborar un programa detallado de actividades diarias (paseo, gimnasio, periódico …) y a preparar una lista de tareas ineludibles, desde pintar la casa hasta pasar a limpio las recetas de cocina que había ido recopilando a lo largo de su vida o meterle mano a una pila de libros que aguardaban a ser leídos, algunos desde hacía años.

No terminó ninguna de esas tareas, pero pronto descubrió que la vida de jubilado estaba casi más llena de actividad que la que había llevado hasta aquel momento.

Para romper por completo con las rutinas de su vida laboral, en septiembre de 2016 decidió emprender un viaje mítico, con el que llevaba años soñando. Se trataba de volar a Kisangani, una ciudad ubicada justo aguas abajo de los rápidos de Wagenia, y descender unos mil quinientos kilómetros por el río Congo en una lancha de madera. No esperaba encontrarse de nuevo allí, en pleno corazón de África, con la pista de san Baltasar.

Después del magnífico caos del aeropuerto de Kinshasa, durante el vuelo hasta Kisangani releyó las palabras de Javier Reverte en Vagabundo en África: ”Volábamos ya sobre las selvas oscuras del Congo, una suerte de mancha casi negra, un abismo de tierra que nos observaba desde allá abajo con ojos invisibles. No resultaba bella aquella visión primera de la selva desde lo alto, en todo caso era inquietante.”

Por contraste con Kinshasa, Kisangani le pareció un lugar casi agradable. Bastaba con sentarse en la terraza del hotel, entre cascos azules y prostitutas, con no mirar a su alrededor ni escuchar la música de baile ndombolo que sonaba incesante por los altavoces y contemplar las canoas que descendían por el río para sentirse Humphrey Bogart navegando con Katharine Hepburn en "La reina de África".

Cuando bajó de la nube cinematográfica, la realidad era muy distinta. En la orilla, un hombre barría las escaleras que bajaban desde un bar hasta la ribera. Al terminar, tiró al río la basura que había recogido cuidadosamente; a ese mismo río en donde una madre se aseaba, lavaba la ropa y bañaba a una niñita en un barreño mientras un pescador lanzaba la atarraya desde una piragua, para luego intentar venderles sus capturas al cocinero de los blancos.

La primera salida a la calle, para dar un paseo por la orilla y conocer los edificios más significativos, la hizo con una mezcla de miedo y excitación. La ausencia casi total de blancos, las miradas torvas de los policías y soldados y, sobre todo, las atrocidades que había leído sobre las sucesivas ocupaciones de la ciudad por la guerrilla alimentaban su miedo y el de sus compañeros de viaje.

Al pasar frente al edificio racionalista del Hotel de las Cataratas, hoy en día semiabandonado, alguien se ocupó de recordarles que fue allí donde, en 1964, los guerreros Simba encerraron a más de mil seiscientas personas evolucionadas, incluyendo a todos los blancos que pudieron pillar, para luego asesinar a la mayoría.

Al día siguiente, en espera de algún trámite o permiso imprescindible para poder zarpar río abajo, se acercó con un par de compañeros hasta la Gran Mezquita, donde mezclando francés, inglés y swahili consiguieron sostener una conversación muy entrecortada con un grupo de jóvenes que, como ellos, no tenían nada mejor que hacer.

La situación cambió cuando llegaron tres hombres de más edad, uno de ellos cubierto por una túnica multicolor, otro vestido con sotana y el tercero con una chilaba y un gorro blancos que delataban su condición de hadji, quizás el único del millón y medio de habitantes de Kisangani que había hecho la peregrinación a La Meca. Los tres hablaban un perfecto francés y se sentaron junto a ellos, dispuestos a unirse a la conversación; los jóvenes aprovecharon para despedirse y desaparecer. El de la sotana resultó ser el párroco de la iglesia de san Baltasar, el de la chilaba era el imam de la Gran Mezquita, en cuya entrada estaban sentados, y el tercero era la máxima autoridad local de la iglesia Kitawala.

En el curso de una discusión tan animada como respetuosa, se comentaron las dificultades de convivencia entre las tres religiones en un entorno tan violento y militarizado como el de la República Democrática del Congo. En ese contexto salió a relucir la relativa escasez de santos negros dentro de la Iglesia Católica. Los kitawala quedaban exentos de esta acusación, ya que en su religión no existe ninguna categoría asimilable, y el imam defendió la existencia de numerosos santos y santas entre los musulmanes africanos, obviando que la mayoría de ellos procedían del norte de África, desde Egipto hasta Marruecos, por lo que no se les podía considerar negros.

De nada sirvió que nuestro viajero citara al propio Baltasar, ni que el párroco sacara a colación casos como Benito de Palermo, Antonio de Cartago, Elesbaán, Ifigenia y Martín de Porres. Todos ellos eran, tanto para los musulmanes como para los kitawala, falsos negros o negros esclavos, promovidos por la jerarquía católica para favorecer su implantación, tanto entre los esclavos trasladados a América como entre los propios africanos. En este sentido, los tres sacerdotes coincidieron en el nefasto papel de la Iglesia Católica durante la colonización blanca en África y en especial en el Congo.

Al atardecer tuvieron que suspender tan interesante discusión y regresar al hotel. Los tres congoleños estuvieron de acuerdo en que no era seguro que un grupo de blancos circulara por Kisangani después de la puesta de sol y los acompañaron hasta la misma puerta del hotel.

Solucionados los problemas de la embarcación, a la mañana siguiente emprendieron un viaje de diez días que los llevaría río abajo por una zona en donde no se les había perdido nada. Fue en el curso de ese viaje, en Lisala, la ciudad más grande entre Kisangani y Mbandaká, donde se reencontró con Alicia, la sanitaria a quien había conocido diez años antes en Sant Cugat. Estaba allí como voluntaria de Médicos sin Fronteras, ayudando a contener una epidemia de cólera que se extendía por aquella ciudad sin alcantarillado.

Si a él le sorprendió ese encuentro inesperado, más le extrañó a ella que a un grupo de blancos se les ocurriera llegar hasta allí por placer. Esa misma noche, la enfermera le enseñó el libro que tenía en su mesilla, "El corazón de las tinieblas", y le leyó el final, que parecía saberse de memoria: “[…] el tranquilo camino de agua conducente a los últimos confines de la tierra fluía sombrío bajo un cielo cubierto. Parecía conducir al corazón de unas inmensas tinieblas”. Este texto, que Arturo reprodujo en su cuaderno de viaje, lo sigue considerando la mejor descripción del río Congo que se ha escrito nunca.


SI QUIERES LEER OTROS CAPÍTULOS DE ESTE LIBRO, PINCHA EN EL ENLACE CORRESPONDIENTE:

Nihil obstat

Los santos desaparecidos

San Arturo de Irlanda

San Baltasar

Santa María Goretti, san Tarsicio y san Agilolfo

San Andrés de Teixido y otros santos navegantes

Genarín de León

La santa Muerte

Los niños santos

Fermín Salvochea

San Simón el estilita y otros santos locos de Oriente

El divino prepucio

Los gusanos sagrados

San Cucufato

El imam Reza

El gauchito Gil

Xangô y sus otros orixás

Notas y santoral

Bibliografía y Tibi gratias ago

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